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"Latinoamérica debe abandonar la fantasía de
salvarse por obediencia"
Roberto Mangabeira Unger
Cientista
Político
Rebeldes con causa. La sabiduría corriente asegura que la globalización no
ofrece alternativa alguna a las naciones: o se obedece sus dictados o se
fracasa. El filósofo brasileño Roberto Mangabeira Unger está convencido de lo
contrario: "Existe una alternativa progresista, democratizante y
productivista" al actual estado de cosas en el mundo, asegura.
Por
OSCAR RAUL CARDOSO. De la Redacción de Clarín.
En una actitud que es, hoy, inusualmente militante para un académico, este
brasileño que enseña en la Universidad de Harvard en EE.UU. convoca a América
latina a desarrollar una "economía rebelde" y a abandonar la fantasía
de que es posible salvarse obedeciendo al mercado. Mangabeira Unger, cientista
político por formación, es uno de los más importantes teóricos sociales y
entre sus libros recientes figuran "La democracia
realizada"(Manantial) y en EE.UU. "El futuro del progresismo
americano". Hace días disertó en Buenos Aires invitado por la Fundación
OSDE.
Este es un período histórico difícil de comprender; todos parecen hablar
de una misma transformación de la realidad pero con distintas palabras:
globalización, neoliberalismo, pensamiento único, etcétera. ¿Cómo se hace
para obtener una definición de consenso?
—Es menos difícil de lo que parece. Lo que vemos hoy en el mundo es la
conjunción de dos proyectos: primero, hay un proyecto de asimilación, de
convergencia de todos los países y de sus instituciones políticas, económicas
y sociales al modelo que se promueve como único posible desde el norte del
planeta. Es el corazón del llamado neoliberalismo. Pero sobre esta asimilación
institucional se yuxtapone un segundo proyecto destinado sólo a los países
relativamente pobres como los nuestros. Es el proyecto de reinventar el patrón
oro, el astro oro del fin de siglo XIX, que demanda el abandono de la soberanía
monetaria; de imponer la apertura completa a los flujos de capitales y, por
tanto, implica el sometimiento a de esos países a los juicios de los mercados
financieros internacionales. Para estos dos proyectos la debilidad de los
Estados —otro rasgo de la época— no es un problema sino una solución,
porque esa debilidad anula la posibilidad de las aventuras nacionales. Es esta
superposición de los dos proyectos lo que ha conducido a un país como la
Argentina —un ejemplo entre otros, apenas— al desastre presente.
·Ambos proyectos hegemonizaron los años 80 y 90, pero ahora desde ese mismo
Norte se promueve la denominada "tercera vía" como alternativa
aparentemente crítica. ¿Implica esto un cambio?
—No, es parte de lo mismo. La llamada "tercera vía" de Bill
Clinton y Tony Blair es la misma fórmula pero almibarada con el azúcar de las
políticas sociales compensatorias. La posición tradicional de los progresistas
derrotados es implementar el proyecto de sus adversarios conservadores con un
descuento. Los hombres de la tercera vía se presentan a sí mismos como los
humanizadores de lo inevitable.
Ejes
del cambio
·Esa ideología única del presente tiene ahora muchos y en algunos casos
muy lúcidos críticos. Pero los defensores del modelo suelen tener éxito
cuando apuntan que la crítica se agota en sí misma. ¿Es verdad que no hay
alternativa a ese presunto "inevitable"?
—No es verdad, sí existe una alternativa progresista. Ser progresista hoy
es abogar por una alternativa productivista y democratizante que tiene cinco
grandes ejes. Uno es construir un Estado que tenga los instrumentos para
orquestar lo que llamo un desarrollo rebelde, sobre una amplia base de recaudación
y de construcción de ahorro interno; una movilización forzada de los recursos
nacionales. El segundo eje es una política social de vocación capacitadora,
que no busque trazar igualdad en el sentido estricto sino capacitar a los
ciudadanos asegurando accesos mínimos, sobre todo en la educación. El tercero,
imprescindible, es una democratización del mercado. No basta con regular el
mercado, con compensar sus efectos desigualizadores con políticas
compensatorias. Es necesario promover una descentralización radical del acceso
a los recursos y a las oportunidades de la producción. El cuarto es organizar a
la sociedad civil y construir, junto al sistema productivo, una segunda economía
—lo que algunos llaman una "caring economy"—, en la que las
personas se tornen responsables unas de las otras y en la que hay que incluir un
servicio social obligatorio. Por último hay que reconstruir las instituciones
con una política de alta energía concebida para facilitar la práctica
frecuente de las reformas estructurales. Las naciones pobres no necesitan una
democracia elitista como las del Atlántico Norte —respaldadas por la
participación popular minoritaria en sus mecanismos—, sino una democracia
"vulgaricista".
·Una de las variantes del discurso actual elogia la idea de reducir la política
y sus costos...
—La idea predominante ahora, en el Atlántico Norte, es mentirosa.
Sostiene que la política necesita volverse pequeña para que las personas se
puedan volver grandes. Pero la verdad es que cuando la política se hace pequeña,
las personas empequeñecen también.
·Después de más de dos décadas de disciplina neoliberal de un país como
la Argentina, ¿no es difícil hallar la energía como un programa para el que
usted propone?
—Hay una cuestión preliminar, que es la cuestión nacional, para un país
como la Argentina. La Argentina debe decidir si quiere ser independiente, porque
ahora parece estar sumida en una situación colonial. Y si su sociedad decide
que quiere ser independiente, necesita de un proyecto fuerte. Ese proyecto la
obligará a repensar algunas de sus circunstancias, como el régimen de
convertibilidad de su moneda que es —en los hechos— una abdicación de la
posibilidad de la rebeldía nacional. Es una perspectiva traumática, cierto,
pero menos traumática y menos calamitosa que la lenta agonía que padece. Está
claro que los perjuicios de un posible fin de la convertibilidad necesitan ser
asumidos por el Estado; que debe garantizar a los ciudadanos contra las
consecuencias de esta transformación del régimen monetario. Precisa también
una revolución productiva, basada en la asociación entre el Estado y la
iniciativa privada, en dos aspectos centrales. El primero es movilizar el ahorro
interno, un ahorro construido de modo proporcional a la renta de los ciudadanos,
progresivamente proporcional. Hay que establecer canales directos entre ese
ahorro y la producción, para que su potencial productivo no se disipe en el
casino financiero. Otro aspecto es la democratización del mercado, la ampliación
de la base del acceso a las actividades productivas. El estado no debe escoger
entre el "laissez faire" y el clientelismo. Lo que tenemos en América
latina es la ortodoxia atenuada por el favor; la distribución de favores
ocasionales a los productores para amortizar las consecuencias
desindustrializantes de la globalización. Necesitamos una concertación
descentralizada experimental, que entre el Estado y las empresas se construya un
nivel intermedio de centros de asistencia, de centros de transferencia tecnológica.
Allí vamos a identificar, no sólo en la Argentina sino en el nivel regional
del Mercosur, cuáles son las áreas en que podemos alcanzar economías de
escala y formar recursos humanos para superar los límites de lo meramente
extractivo y agroexportador.
·En Latinoamérica, donde casi la mitad de sus habitantes están hoy sumidos
en la pobreza, ¿no es peligroso sacar el énfasis —como hace usted— del
principio de igualdad en las políticas sociales?
—La verdadera igualdad no viene de la política social, viene de las
reformas estructurales de la economía y del Estado. La tarea de la política
social es capacitar, no es igualar. Por eso digo: hay que democratizar al
mercado y al hacerlo, al mismo tiempo, imponer el capitalismo a los
capitalistas, radicalizando la competencia y la meritocracia en las sociedades.
Vamos a construir una política social capacitadora, por ejemplo, en educación
con mínimos de inversión por estudiante y desempeño educacional por escuela,
y un sistema de federalismo flexible y habrá que intervenir cuando esos mínimos
no sean satisfechos. Al mismo tiempo hay que promover una revolución en el
contenido de la enseñanza pública para que deje de tener un signo enciclopédico,
volcado a la memoria, y pase a tener un signo analítico y capacitador. Otra
tarea prioritaria es construir las instituciones de una política, que empiece
con la desprivatización del Estado y pase por el establecimiento de
instituciones que promuevan un alto nivel de movilización política de los
ciudadanos: financiamiento público de las campañas electorales y acceso
gratuito de los movimientos sociales a los medios de comunicación entre otras
condiciones. Otro aspecto de esta política de alta energía es combinar el
potencial plebiscitario del régimen presidencial con mecanismos para superar rápidamente
los empates de poder entre el presidente y el Congreso, por plebiscito o por
elecciones anticipadas. Y también hay que hacer un gran esfuerzo para
fortalecer los instrumentos disponibles para que las personas conozcan y
reivindiquen sus derechos. Hay que crear una cultura contestataria en la República,
que es el clima necesario para el proyecto de democratizar el mercado y
profundizar la democracia.
Vitalidad
·¿Hay hoy partidos políticos en América latina con energía para ese
proyecto, después de que casi todos asumieron la lógica neoliberal?
—Hay solución al dilema latinoamericano sin proyecto fuerte y sin la
reorganización del espacio partidario. Parece no haber partidos políticos
porque no hay proyecto fuerte. Hay por delante un obstáculo y una oportunidad.
El obstáculo es que nosotros, en América del Sur, asimilamos de los países
ricos la cultura de la desilusión política antes de haber consolidado las
condiciones de la libertad política y partimos hacia esta idea de privatizar,
de abandonar la vida pública. Ese es el obstáculo. Pero la oportunidad es que
en estos países hay una vitalidad subterránea.
·¿Dónde ve esa vitalidad?
—Hay una masa de gente que aspira a un ideal, a una condición pequeño
burguesa; a oportunidades y a iniciativas y a una pequeña prosperidad por fuera
de las corporaciones tradicionales. Esta es la base social primera de este
proyecto alternativo que necesita ser fecundada políticamente por un movimiento
de ideas y de fuerzas políticas que propongan al país un proyecto
productivista.
·¿Cómo encaja Brasil —su país— en este análisis?
—Brasil, en medio de una gran confusión, se prepara para un cambio de
rumbo. En la superficie lo que aparece es, por un lado, esta política de búsqueda
de confianza externa, esta idea falsa de que el país puede prosperar por una
política de buen comportamiento. Ningún país prosperó así en el mundo,
mucho menos Estados Unidos, que fue el más rebelde de todos. Y, por otro lado,
la idea del asistencialismo social. La ciudadanía en Brasil comienza a intuir
que esta opción entre el juego de confianza y la humanización social no es una
opción aceptable para el país. Comienza a buscar el camino de la rebeldía
productiva, que pasa por el esfuerzo de movilizar el ahorro interno y construir
una forma descentralizada de coordinación estratégica entre el Estado y la
iniciativa privada. Pero la verdadera alternativa se debe construir a nivel
regional. Latinoamérica debe abandonar la fantasía de salvarse por obediencia
y comprender la necesidad de salvarse por rebeldía.
·En 25 años de hegemonía liberal se produjo un juego de suma cero, lo que
muchos perdieron se lo llevaron unos pocos. ¿Cree que los beneficiarios de ese
proceso van a aceptar pasivamente un cambio de la magnitud que propone?
—No, no van a estar dispuestos. Pero no hay que pedirles que lo estén.
Habrá que derrotar su resistencia. Por eso es que se necesita de política y de
políticos. Sin política no hay salvación. Sin política, la única solución
que queda es convertirse en Miami.
Clarín, Opinión, domingo 3 de junio de 2001, págs 36-37
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